Son estas palabras para enaltecer la memoria de un hombre universal, hecho a sí mismo, un mexicano que con su obra política ha trascendido su tiempo y su patria. Son homenaje civil al personaje nacido en 1806, en las áridas y montañosas tierras de la Antequera mexicana.
Siete años tenía Benito Pablo Juárez, cuando José María Morelos entró montado en su corcel a Oaxaca. Su estancia fue breve, pero provocó una leyenda rebelde que flotaba en aquellos valles, en Monte Albán, en Mitla y llegaba hasta el lago azul de Guelatao. Alguna de esas historias épicas de la independencia seguramente llegó a los oídos del niño huérfano.
Doce años contaba cuando tuvo su primer gesto con la lucha: al pasar frente a sí una partida en retirada de soldados insurgentes, que seguramente le evocaron la imagen de aquella grandiosa entrada de Morelos, el niño Benito Pablo decidió entregar una oveja a la tropa hambrienta, y la leyenda dice que al no poder explicar la falta del ganado a su tío y tutor, decidió fugarse de la casa de Guelatao y caminar a la ciudad de Oaxaca, para satisfacer su enorme deseo de aprender. En sus propios Apuntes, Juárez relata el dilema moral que, más allá de la leyenda, lo llevó a la decisión de marcharse: “Era cruel la lucha entre estos sentimientos y mi deseo de ir a otra sociedad, nueva y desconocida, para procurarme educación”.
Juárez fue desde niño un emigrante indígena que quería entender y vivir en el mundo occidental. Lo consiguió de tal forma que trascendió no sólo la tradición zapoteca, sino que comprendió la importancia de la cultura náhuatl, se asimiló en el crisol mestizo y se convirtió, como decía Cicerón, en un ciudadano del mundo.
A los 12 años de edad de Juárez, quién llegó a la ciudad a buscar afanosamente a su hermana Josefa, que era cocinera en casa rica. Luego de mucho andar la encuentra y abraza, se envuelven los dos en llanto, en la mansión del genovés Antonio Maza, quien generosamente le ofreció trabajo de inmediato, en tanto encontraba casa en donde quedarse definitivamente. Esa residencia era frecuentada por Antonio Salanueva, un convencido del bien hacer con la educación de los menores, quien lo protege e inscribe en la escuela. Su nuevo protector era terciario franciscano y encuadernador de libros, oficio que enseña al niño y con él llega la afición a la lectura de una lengua recién adquirida.
Para los indios, como él, el único camino para adquirir formación era la carrera eclesiástica que ya le era sugerida por su padrino, como ya lo había hecho antes con sus consejos su tío Bernardino. Si como reza la frase origen es destino, su origen fue rebelde y su destino la lucha, pero siempre enmarcada en la ley y la justicia.
Trece años tenía cuando el Ejército trigarante entró a Oaxaca. El espectáculo que miraban sus ojos le produjeron seguramente pasiones patrióticas, al grado que al pasar la Bandera frente a él, decide dar un paso al frente y avanza hacia el símbolo patrio al que besa en sus pliegues con la misma actitud que había aprendido al besar un crucifijo.
Quince años contaba cuando ingresó al seminario como externo zapoteca y ahí logró su propósito de estudiar la gramática en latín. Se distinguió por su desempeño en las aulas en donde se ganó rápidamente el respeto de compañeros y profesores. Su padrino le impulsaba a que estudiara teología moral y abrazara la vocación sacerdotal, pero su deseo era otro, así que estudió casi furtivamente filosofía, artes y teología, pero en lugar de ordenarse obtuvo el título de bachiller.
Meses después se inscribía en el Instituto de Ciencias y Artes en contra de la opinión de su protector. Ahí adquiere el tono liberal en sus pronunciamientos, ahí abreva de las lecturas de los franceses Voltaire, Rousseau y Montesquieu, como de los norteamericanos Franklin, Jefferson, Adams y Penn, seguramente todos puestos con las bellas encuadernaciones ya sabidas. Ahí cultiva la luz de la ilustración, se adentra en las claves que orientan y dotan de equilibrio, según yorkinos y escoceses.
Ventisiete años tenía cuando vio culminada su formación de talante liberal adquirida en aquel Instituto, al obtener el 13 de enero de 1834 el ansiado título de abogado. El primero habilitado por los tribunales de Oaxaca.
Para entonces Juárez adquiría cierta fama pública, moderado es la palabra que quizá mejor le describe en esa etapa de su vida. Apenas recibido el título profesional es nombrado magistrado del Tribunal Superior de Justicia, pero el cargo dura poco, por la caída del gobierno de Valentín Gómez Farías y Juárez es expulsado de Oaxaca. El Partido Liberal que le había abierto las oportunidades estaba desorganizado ante el avance de los conservadores, por lo que decide actuar desde su bufete en acciones sociales, entre otros casos defiende a los indios del pueblo de Loricha, que se decían explotados por el cura, lo que le vale ir a la cárcel.
Treinta y siete años tenía cuando su vida personal se llena de plenitud amorosa en 1843 al contraer matrimonio con Margarita Maza, hija de aquel antiguo patrón quien le había recibido años antes. Los tiempos de vida matrimonial juntos los recuerda Juárez con enorme cariño, luego Margarita habría de luchar para poder encontrar al marido en medio de luchas, guerras, penurias e intrigas superadas por la gran compañera que siempre encontró la forma de llevarle a los hijos a quienes juntos profesaron inmenso amor. Aún después del dolor de la muerte filial.
Cuarenta y dos años contaba al ser nombrado gobernador de su Estado natal, mandato que culminó cuatro años más tarde cuando fue desterrado por el General Antonio López de Santana.
Cuarenta y siete años tenía al llegar en destierro a Nueva Orleans, luego de haber pasado una larga temporada en La Habana, Cuba.
A los 50 años regresa a ser gobernador de Oaxaca y al año siguiente, al expedirse la Constitución federal, es designado ministro de Gobernación y en diciembre del mismo año presidente de la Suprema Corte de Justicia. Perseguido luego del Plan de Tacubaya en Guanajuato asume la Presidencia de la República por ministerio de Ley.
A los 52 años, un 13 de marzo, aquí en Guadalajara, el presidente Juárez se enfrentó con los ojos a los cañones de las armas de un inminente fusilamiento impedido por la elocuencia y valentía de Guillermo Prieto quien vitoreó a Jalisco luego de gritar: “Los valientes no asesinan”, en un episodio épico. Ahora hay que hacer resonar las palabras y repetirles a los criminales aquí y en todo México, con la fuerza del Estado con la misma frase:Los valientes no asesinan. Hay que poner la fuerza de la ley frente a los cañones de la impunidad.
Benito Juárez García se paseó por las calles de Guadalajara en momentos decisivos para nuestra Patria. En esta ciudad fue asediado por los enemigos, acosado por los traidores y protegido por los patriotas. En sus calles avanzó su carruaje obscuro, que trasportó a un hombre que conoció profundamente la esencia del ser mexicano y se preguntó: “¿Por qué México, mi país, es tan extraño que está formado, a mitad y mitad, de una fuente inagotable de ternura y de un pozo profundo de bestialidad?” Ese sigue siendo nuestro México, quizá más moderno, pero igual de profundo.
Sesenta y seis años contaba cuando la muerte le sorprende en Palacio Nacional un 18 de julio de 1872. Doscientos siete años han pasado y Juárez vive en Guadalajara.
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