Carlos Monsivais… Biografia
Carlos Fuentes / Monsiváis
Carlos Fuentes
(22 junio 2010).- Religiosa, sexual, culturalmente, era excéntrico a las normas de la tradición mexicana. Pero su genio consistió en violar la tradición acrecentándola, dándole nuevos caminos a nuestra vida religiosa, sexual, cultural.
Lo había oído, siendo niño Monsiváis, en el programa de «Los niños catedráticos». Lo conocí más tarde. Yo estudiaba en la Facultad de Derecho en San Ildefonso. Monsiváis y José Emilio Pacheco eran alumnos de la vecina Preparatoria Nacional. Ambos se acercaron, por ese proceso de imantación que llamamos «simpatía», a los alumnos de jurisprudencia que publicábamos, amparados por el maestro Mario de la Cueva, la revista «Medio Siglo». Allí aparecieron, si no me equivoco, textos primeros de Monsiváis y Pacheco. Los unía a nosotros la amistad compartida con Sergio Pitol quien (como yo, más que yo) se acomodaba mal a los estudios y prácticas juristas.
Monsiváis, en cambio, tenía clara la visión de sí mismo. Podíamos, él y yo, parearnos en literaturas contemporáneas. Pero Monsiváis tenía un conocimiento asombroso de la poesía mexicana de los siglos diecinueve y veinte. Competía con Gabriel García Márquez en recitar de memoria a los poetas grandes y pequeños. Añado «pequeños» no por insignificantes, sino porque formaban parte del vasto mundo del acontecer cotidiano, cuyo porvenir desconocemos. Acaso por una suerte de simpatía a la vez anticipada y, por si acaso, histórica, Monsiváis reunía con inmenso interés y cariño letras de boleros, periódicos antiguos, revistas desaparecidas, caricaturas políticas, monos y monerías. Todo lo que cobró presencia histórica en su personal museo de «El Estanquillo».
Me inquietaba siempre la escasa atención que Carlos prestaba a sus dietas. La Coca-cola era su combustible líquido. No probaba el alcohol. Era vegetariano. Su vestimenta era espontáneamente libre, una declaración más de la anti-solemnidad que trajo a la cultura mexicana, pues México es, después de Colombia, el país latinoamericano más adicto a la formalidad en el vestir. Creo que jamás conocí una corbata de Monsiváis, salvo en los albores de nuestra amistad.
Compartimos una pasión por el cine, como si la juventud de este arte mereciera memoria, referencias y cuidados tan grandes como los clásicos más clásicos, y era cierto. La frágil película de nuestras vidas, expuesta a morir en llamaradas o presa del polvo y el olvido, era para Monsiváis un arte importantísimo, único, pues, ¿de qué otra manera, si no en el cine, iban a darnos obras de arte Chaplin y Keaton, Lang y Lubitsch, Hitchcock y Welles? Y no se crea que el «cine de arte» era el único que le interesaba a Carlos. Competía con José Luis Cuevas en su conocimiento del cine mexicano y con el historiador argentino Natalio Botana en películas de los admirables años treinta de Hollywood.
Juntos, presentamos hace un año diez películas que juzgamos las mejores de todos los tiempos -del Amanecer de Murnau a Bailando bajo la lluvia de Kelly y Donen. Pero enseguida nos dimos cuenta de la injusticia e insuficiencia de tal selección. ¿Dónde quedaban Antonioni y Bergman, Rogers y Astaire, el cine de gangsters, los westerns que Alfonso Reyes calificaba como «la épica contemporánea»? ¿Y dónde, Juan Orol y Rosa Carmina; dónde las cejas actuantes y activas de María Félix y Dolores del Río; dónde los parlamentos inescrutables de Arturo de Córdoba y la inventiva popular de Clavillazo?
Recuerdo estas pasiones de Monsiváis porque formaban parte de su vasto apetito, su fantástica asimilación de todo, añado, lo que el mundo «oficial» desconocía o desdeñaba. Curioso hasta las cachas de lo que sucedía en el mundo político, Monsiváis separaba muy bien la autenticidad de las apariencias y de éstas se burlaba con un humor que desnudaba a los pomposos, desmentía a los mentirosos y señalaba a los criminales. Creo que nadie, en la sociedad mexicana contemporánea, escapó a la mirada, irónica, solidaria, burlona, camarada, de Carlos Monsiváis. La ridícula respuesta de Vicente Fox a la muerte del escritor lo comprueba.
En 1970, estrené una obra mía, El tuerto es rey, en el teatro An-der-Wien de la capital austriaca. Monsiváis, hilarante, me dijo en el intermedio que había en la sala dos o tres espías del presidente Gustavo Díaz Ordaz porque el mandatario imaginaba que el título se refería a él. Típico error de la presunción política, que causó una risa incontenible cuando se lo conté a la actriz María Casares y al director Jorge Lavelli. Con mi amiga Caroline Pfeiffer, que era representante de gente de teatro y cine, viajamos a Italia y presenciamos la filmación de La muerte en Venecia de Thomas Mann. Dirigía Luchino Visconti y, después de saludarlo, Monsiváis miró al Adriático y prometió no lavarse más la mano. Seguimos a Milán, donde una confusión enredó a Carlos con una manifestación de comunistas y a París, donde lo invité a vivir en el apartamento que yo ocupaba en la Isla St. Luis. Juntos fuimos, guiados siempre por Caroline, a la casa de campo de Alain Delon quien nos sentó dos días a ver el mundial de fútbol en la tele y, de regreso a París, fuimos juntos también a visitar a Pablo Neruda en el hotel del Quai Voltaire.
Neruda estaba en cama, empijamado, fatigado tras asistir al entierro de Elsa Triolet, la mujer de Louis Aragón. La conversación Neruda-Monsiváis fue muy singular.
-¿Cómo se encuentra? -le preguntó Neruda a Monsiváis-.
-Sucede que me canso de ser hombre -contestó Carlos-.
Al principio, Neruda no registró la cita.
-¿Y qué hace en París? -continuó Pablo-.
-Juego todos los días con la mar del universo. -Citó Monsiváis y Neruda, cayendo en el juego, se rió y decidió continuarlo, hasta la pregunta a Carlos: -¿Y que escribe ahora?
-Los versos más tristes.
-¿Cuándo?
-Esta noche.
Ingenio rápido, cultura profunda, mirada penetrante, referencia oportuna, melancolía escondida, regocijo siempre.
¡Qué falta nos harán todas estas características del grande y único Carlos Monsiváis!
GRANADOS CHAPA/MONSIVAIS…
PLAZA PÚBLICA / Carlos Monsiváis
Descubrió los recovecos de una sociedad cada vez más heterogénea porque participaba de las nuevas formas de relación y de festejo de los jóvenes, de las minorías, de las expresiones culturales emergentes
Miguel Ángel Granados Chapa
(22 junio 2010).- Carlos Monsiváis murió en junio, el mes caro a Carlos Pellicer, cuyos contundentes poemas recitaba gozoso. Ésa era una primer combinación de las dotes que le prodigó la vida. Era memorioso y sensible. Lo recordaba todo de casi todo. Era capaz de repetir diálogos cruciales de las muchas películas que vio en público y en privado, en una de las primeras pantallas de televisión de gran tamaño que hubo en México, suficiente para apreciar creaciones de enorme ambición como Alexanderplatz. Pero no era un erudito convencional, capaz de traer a la conversación los datos pertinentes y aun los que no lo son. Su vasta información estaba viva, la aplicaba a la múltiple interlocución que mantenía con personas de toda laya. Por eso hubo multitudes en los actos fúnebres a que se le sometió. Porque Monsiváis ha sido un muerto de todos. Por eso sobraba la disputa sorda entre autoridades federales y capitalinas por la sede para tributarle homenaje (frase esta última merecedora de figurar en una próxima edición de Por mi madre, bohemios). Por eso carecía de sentido impugnar la presencia de funcionarios con los que Monsiváis hubiera tenido, y de hecho tuvo, trato civilizado, que nunca implicó sujeción ni respeto humano, en tanto que obstáculo para la crítica. Monsiváis practicaba, no sé si por haberla escuchado de su autor, o por convicción propia, la máxima de Manuel Buendía, su amigo entrañable: No escribir nunca sobre una persona nada que no sea posible decirle en una conversación cara a cara.
Monsiváis era ajonjolí de todos los moles. Se le podía escuchar en el principal noticiario de Televisa sin que por ello se adhiriera a las prácticas y los intereses de esa televisora. Descubrió los recovecos de una sociedad cada vez más heterogénea porque participaba de las nuevas formas de relación y de festejo de los jóvenes, de las minorías, de las expresiones culturales emergentes. Conquistó tempranamente su propia libertad y buena parte de su vida la entregó a extender a la sociedad esa libertad propia a la que nunca renunció.
Nació en las márgenes de la sociedad. La religión familiar, una confesión cristiana no católica, lo apartaba de la mayoría de los niños con los que convivía en la calle y en la escuela. Era, asimismo, un hijo sin padre. Durante muchos años Carlos Monsiváis usó únicamente el apellido de su madre, doña Ester, una figura central en la construcción de la personalidad de su hijo. Ya adulto aceptó reconocer la presencia paterna, usando como segundo apellido el que se le negó civilmente. Fue hijo del doctor Salvador Aceves, un eminente médico, subsecretario de Salubridad, presidente o animador de varias academias de su profesión.
Monsiváis se formó simultáneamente como intelectual y como militante. Su primera expresión de protesta, a los 16 años, consistió en concurrir a un mitin antiimperialista, en que se denunciaba la injerencia norteamericana en el golpe militar que derribó del poder en Guatemala a Jacobo Arbenz. Al mismo tiempo escribía ya. Examinaba con hondura sorprendente los libros que leía, lecturas insólitas para su medio y su tiempo. En muchos sentidos, aunque fuera alumno fallido y nunca ejerciera allí el magisterio formal, Monsiváis fue un hijo, una hechura de la Universidad Nacional. Cursó en ella estudios de economía y de filosofía y letras, y desplegó sus primeras incursiones literarias bajo el cobijo de la difusión cultural universitaria. La revista Medio siglo, dirigida en aquel momento por Sergio García Ramírez, su amigo hasta el fin de sus días, era una iniciativa estudiantil, pero apoyada por las autoridades de la Universidad. En Radio UNAM, igualmente, hizo historia su participación en El cine y la crítica, una emisión dirigida por Nancy Cárdenas cuyo título era fielmente cumplido: se hablaba, sí, de cine, pero también y sobre todo se ejercía la crítica social, la crítica política, la disección de los personajes del escenario nacional, que fue una de las tareas en que Monsiváis nunca cejó.
Ha dicho Horacio Franco, el gran flautista, presente en el funeral de Monsiváis, que si bien Carlos no salió del clóset fue central en la defensa de los derechos de los gay. Pienso que Monsiváis no tuvo necesidad de salir del clóset porque nunca estuvo dentro, porque con la discreción con que vivió su vida personal no hizo proclama alguna de su preferencia de género. Si nunca ocultó sus convicciones políticas no tenía por qué hacerlo en la elección de otros modos de vivir su vida.
Monsiváis fue pionero en la valoración de las culturas populares y la cultura de masas. Aquellas resultan de las vivencias de la gente, que prolonga tradiciones que le han sido legadas, o asume nuevas formas de relación. La cultura de masas es impuesta por los medios electrónicos y los intereses financieros que los hacen posibles. Monsiváis desentrañó esos fenómenos con sabia penetración de sociólogo y porque, como lo reivindicó Elena Poniatowska a la hora de su muerte, era un pensador.
Octavio Paz, con quien riñó y se amistó, quiso disminuirlo al decir que Monsiváis no tenía ideas sino ocurrencias. El poeta erró al no entender que Carlos era generador al mismo tiempo de ideas y de ocurrencias. Mente chispeante la suya, veloz y mordaz, producía un destello de luz que después se volvía fluido permanente, que vertía en sus libros, en sus conferencias, en sus conversaciones. Amén de extender a todos su propia libertad, Monsiváis quiso que sus saberes, vastos y profundos, fueran el saber de todos.
Cajón de Sastre
Renunció el ingeniero Rafael Rangel Sostmann a la rectoría general del Tecnológico de Monterrey. Había ejercido ese cargo durante un prolongado y fructífero periodo, en que esa institución creció en las diferentes dimensiones en que es posible medirla. Hemos de preguntarnos si su dimisión no es un daño lateral de la guerra que libra el gobierno federal contra el narcotráfico. Recordemos que hace tres meses, el 19 de marzo, fueron muertos dos estudiantes de posgrado del Tec, en circunstancias que no han sido todavía cabalmente explicadas (ni siquiera se ha aclarado quién desposeyó a las víctimas de sus credenciales de identificación). El rector Rangel se sintió engañado por las primeras versiones de la autoridad y luego emprendió una campaña que implicaba una no muy velada denuncia de los excesos del Ejército. ¿Se lo han reprochado de este modo los patronos?
miguelangel@granadoschapa.com